A veces…..
En muchas ocasiones me asalta la
necesidad de escribir sobre algo, el único inconveniente es que, en la mayoría
de ellas, no tengo un tema predefinido. Hoy es uno de esos días, en que te
sientas delante del teclado y sin mirarlo, comienzan a amontonarse las ideas
como por arte de magia.
¿A que se debe eso?, pues no
sabría contestarlo, pero lo que si es cierto es que me asaltan recuerdos de
hace muchos, muchos años, de esos paseos kilométricos que hacían que el día
comenzara temprano y terminara más bien tarde.
Siempre quedábamos los Sábados
bien temprano, antes del alba, bien pertrechados con las botas de montaña, nuestros
prismáticos, una botella de agua y algo de comida para media mañana. En mi
caso, solía acompañarme de mi mochila de foto, con la cámara, objetivos,
trípode y tres o cuatro carretes de diapositivas.
Llegábamos a la Cafetería Colombia,
donde nos reuníamos, tomábamos un café y nos distribuíamos en los coches, para
llevar los menos posibles. Nos atestábamos en dos o tres, dependiendo del
número, cargábamos las mochilas y nos dirigíamos a la ruta del día, que
previamente habíamos seleccionado mientras disfrutábamos del café. Normalmente,
empezábamos por dónde lo habíamos dejado el Sábado anterior.
Recorríamos un trecho por lo
general corto, no más de media hora o tres cuartos, hasta llegar al punto de
partida, donde dejábamos los vehículos y comenzábamos a caminar. La verdad es
que no sé cómo lo hacíamos, pero siempre era cuesta arriba, mientras
despuntaban las primeras luces del día.
Mientras caminábamos, me
preparaba mi cámara al cuello e iba recorriendo luces, perfiles, sombras,
horizonte y cielo, en busca de un buen encuadre o algún detalle que me llamara
la atención, que siempre, de forma insospechada, se presentaba ante mí, y de
manera rápida me levantaba la cámara a la altura de los ojos, giraba sobre mí
mismo, elegía el ángulo, enfoque, objetivo y !zás¡, foto al canto. Ese era uno
de sus encantos, no cabía la posibilidad de hacer tres o cuatro, pues la cámara
no era digital, y había que sopesar muy mucho, la calidad de la fotografía, esperando
los resultados una vez reveladas, que era otro momento mágico que por lo
general se demoraba días. Pero era otro momento esperado, anhelado, viendo y
recordando todos y cada uno de los sitios que habías recorrido semanas antes, volviéndote
a sobrecoger de lo que tus retinas habían
disfrutado en estado puro.
Tenías que ser certero, estar en
el sitio adecuado, valorar el porcentaje de cielo y tierra, los contraluces, el
ángulo perfecto de lo que querías plasmar en un milisegundo. Todo ello era
mágico, y sus resultados, en un gran porcentaje, también.
Te llenabas de alegría, las
mirabas, escudriñabas, analizabas, valorabas, sopesabas y hacías balance de
todos y cada uno de los elementos que allí aparecían.
Mientras tanto, de vez en cuando,
te decían, oye, haz una foto de eso, o de aquello, o aquello otro de mas allá,
y te las ingeniabas, te subías al último risco, te agachabas, te tumbabas
incluso, si era necesario, para que saliera perfecta a la primera.
Las caminatas se hacían cortas,
por muchos kilómetros que las constituyeran y te hacían feliz, con los pies
reventados después de quince o veinte kilómetros, cerro arriba, cerro abajo,
caminado por las veredas, las trochas, buscando el mas mínimo atisbo de camino
que te hiciera descansar la vista, fija en el suelo y a la vez en lo que te
rodeaba.
Discurría el año ochenta y
tantos, normalmente éramos siete u ocho. En algunas ocasiones nos juntábamos hasta
quince personas, pero no había tantos locos y locas que quisieran caminar por
el placer de caminar y por el placer de estar en contacto con un medio hostil,
que sabias que nadie antes había disfrutado, o que simplemente, había sido
observado con otros ojos.
Verdaderos discípulos de nuestro
propio caminar, de nuestras sensaciones, del aire en el cuerpo, algunas veces gélido,
del calor tórrido del mediodía, acompañados en las primeras horas de la mañana
de mi petaca de Torres cinco, que aún conservo, con tantos y tantos recuerdos,
todos buenos y algunos excepcionales, reflejo de esa amistad que todavía
perdura y hace que las personas se encuentren agusto en compañía de sus amigos,
con mayúsculas, que te deleitan con su sabiduría, su buen hacer, su
conocimiento del medio en que se desenvuelven y de esos lazos que día a día se
refuerzan, hasta dar un abrazo después de más de treinta años, cuando los
encuentras por la calle.
Días preciosos, días con lluvia,
con sol, con viento, con nubes, barro hasta las rodillas, sudor hasta las
entrañas, cansancio hasta la extenuación, pero mágicos.
Nunca se me olvidarán y os añoro,
a todos, amigos, lugares, fauna, flora, entornos, paisajes, fotos, momentos,
risas, chistes, largas conversaciones de sobremesa en un lugar apartado de la
mano de Dios, hace tantos y tantos años, sin un atisbo de prejuicio ni de
vanidades personales, donde la conversación surgía de forma real y espontánea.
Gracias por vuestra compañía, que
siempre permanecerá en el recuerdo, como permanecen muchas y muchas de esas
instantáneas que todavía atesoro.
Un recuerdo a algunos que ya no
están, un abrazo a todos los que quedan y un beso al tiempo que me lo permitió.